
El Shu-ching, que no es un plato de tallarines con pedacitos de roedor, es un libro chino que cuenta la historia antigua. Según él, Confucio, un sabio de elevadas normas morales, instructor de su pueblo, llegó a ser venerado por su pueblo, como un santo. Todo, gracias a las gestiones y buenos oficios de varios emperadores. Para el confucionismo, la santidad es un asunto de ética. Algo parecido, pero con un tinte más místico presentan el taoísmo de Chuang-tzu, que no es un plato de lumpias con pedacitos de cualquier cosa que ande en más de dos patas.
Todas las culturas humanas han tenido una especial fascinación por la santidad; son muchos los matices e interpretaciones de lo que significa santidad. Por ejemplo, para la religión Shinto, que venera sus antepasados, toda persona cuando muere se vuelve una especie de dios a escala, un kami (de allí se deriva la expresión kami-kaze, que se usó, por ejemplo, para denominar a los pilotos japoneses que se inmolaban con todo y aviones estrellándose contra las naves americanas, cuando no eran derribados como moscas por los cañones antiaéreos, que fue lo que le pasó a la mayoría de los kami-kaze). Un kami puede ser bueno, regular o malo, pero al fin y al cabo es un kami. El asunto está, pues, en aliarse de los kami buenos para que no lo vayan a fregar los kamis malos.
En el budismo, no se podían quedar atrás, están los arhat, que son los que han logrado salirse del samsara, o ciclo de reencarnaciones, y han entrado en el Nirvana, que no es un grupo de rock. La reencarnación funciona así: si tú eres bueno y te mueres, reencarnas en un monje, el monje tiene más posibilidades de bajarse del carrusel del samsara. Si eres malo, entonces reencarnas para atrás, o sea en un perro, una pulga, o en un funcionario público, o bien, en filtro de cigarrillo.
El hinduísmo, exige grandes cuotas de sacrificio para llegar a ser santo, el ascetismo y las proezas corporales son requisitos importantes. Eso es lo que hacen los sadhus y los yogis, que no son ositos del Yellowstone. Otra categoría son los avatara que son maestros del jet set, donde los hindúes colocan a Jesucristo. Las proezas de los sadhus son, por ejemplo, dejarse crecer las uñas hasta que se le penetren curvas en la carne, sostener un brazo en alto por años hasta que se atrofie y no se pueda mover, acostarse en una cama con clavos o darle un altoparlante a su mujer.
Los griegos tenían a los héroes, como Hércules, que hacían hazañas e igual terminaban como un Bon Ice, les hacían juegos en su honor y era muy caché hacerles estatuas y venerarlos. Tres cosas muy griegas por cierto, heredadas por la iglesia romanista. En el zoroastrismo, los fravashis se robaban el show. En el zoroastrismo existía la idea, no muy lejana de la realidad, de que había un conflicto cósmico en el que nosotros estábamos involucrados como un ratón en medio de perro y gato. Por un lado, los buenos con Ahura Mazda, que no es una marca de carro, y por el otro Ahriman. Los fravashis eran los tipos de la película.
En el judaísmo en cambio no había esta cosita. Claro que se exaltaba la condición de “justo”. Sin veneración, sólo como ejemplo, para las generaciones futuras. Luego vino el hasidismo con la influencia helenística y el nuevo hasidismo de la ortodoxia del siglo XVIII. Pero, la corriente original no tenía esa cosita de andar venerando santitos.
En el Cristianismo pasó algo curioso. Los mártires, que significa testigos, son aquellos que dieron su vida por la causa. Eran tenidos en gran estima. Natural. Su ejemplo como digno de imitar. Cuando la idea de la inmortalidad del alma cundió como candela en estopa, no era difícil, se juntaron los ingredientes necesarios para revivir la veneración pública de la gente “buena”, o “santos”. A eso se sumó la interpretación mística de la vida cristiana y luego póngale el ingrediente de las imágenes y ya tiene usted todo el panorama de la idolatría colándose por la puerta de atrás.
Es que el diablo es muy astuto ¿No mijo? Por allá en el año 993 AD se canonizó formalmente el primer santo de la Iglesia Romana. Se trató de San Ulrico de Augsburgo, lo conocía la mamá y el tendero de la cuadra. El asunto de ser santo se volvió un proceso administrado por la Iglesia. Ahora sólo el papa y sus secuaces podían decir quién era santo y ser santo se convirtió como en un cargo público. Este papa, Juan XV, le tocó vivir en una turbulenta época, al punto que, al parecer, estuvo involucrado en el asesinato de sus predecesores Juan XIV y Benedicto VI, diez Benedictos antes del hoy papa -Heil Hitler- Benedicto XVI. En realidad el asesino fue el papa Bonifacio VII, a quien también le mandaron la pelona.
El caso es que, en medio de este mar de asesinatos, surgió el proceso de canonización, que es como se llama al proceso que tiene montado la Iglesia Romana para declarar a alguien santo. Esto se fue puliendo, puliendo, hasta que lo perfeccionó el más arrogante de todos los papas, Gregorio IX, en el siglo XIII, el mismísimo de los “dictatus papae”, que no es una receta de cocina, y le agregó otras bellezas. Por ejemplo, antes de alguien sea santo, primero hay que beatificarlo. Mejor dicho, la gente empieza a “cogerle fe” a un muertito, y que tan bueno que era, y que yo le tengo devoción, y que daba limosna y que cargaba la estuata de la Santa Patrona y que no le fue infiel a su mujer sino tres veces, en fin. Luego se forma una caterva de idólatras desocupados, que en lugar de orar a Dios y obedecerle, prefieren hacer lobby por intermedio de otros, que como ya están muertos, están, supuestamente, más cerca de Dios, o de la Virgen, que es más querida.
Entonces, la Iglesia Romana, en vez de corregir a todo ese poco de gente estúpida, les dice: cómo no mijitos vengan p’acá, les beatifico su muertito, por una módica suma. Pero el muertito tiene que haber vivido una vida “santa”, y valen cosas como no casarse, lacerarse con un clavo, o pasar por Mimo’s sin pedir uno de pistacho. Además, tiene que haber hecho algún milagrito, como sanar un enfermo, hacer llover, o hacer que los semáforos de la quinta funcionen. Entonces, el papa con sus secuaces lo beatifican, y ya se pueden vender estampitas, estatuitas, y reliquias. Eso es lo mejor. Entonces, aparece una uña del muertito en Pereira y le hacemos una catedral a la uña, y luego aparece el mugre de la uña y le hacemos una catedral en Pacho, Cundinamarca, luego le ponemos unas festividades y listo. Pero todavía no es santo, es beato Fulano, que es como ser vicepresidente: puro tilín tilín.
Entonces, después de que se vea que el negocio está bueno, que tiene muchos adeptos y adeptas, se lo adopta como Santo. Pongan cuidado en esto: si el proceso de hacer a un Bon Ice beato se llama beatificación, ¿cómo se debería llamar el proceso de hacerlo santo? ¿Ah? “santificación”, pero eso no es así, se le llama “canonización”, que no es ponerlo a uno en un cañón y lanzarlo por los cielos, aunque la alegoría es buena. Canonización significa, poderlo entrar en el canon, o sea en la norma eclesiástica y se lo mete en el calendario o santoral que es una de las formas como el papa-diablo cambió los tiempos y la ley.
Por eso los mejicanos celebran el día de su santo, como dice en las Mañanitas, porque ellos, orgullosos, no cantan el gringo “Happy Birthday To You”. Por eso hay tanto viejito por ahí con unos nombres nauseabundos, porque si nacía tal fecha le ponían el nombre del santo de esa fecha, y si usted estaba de malas le caía San Anacleto, ¡Puaj! ¿Saben por qué se prefirió canonizar y no “santificar”? Porque si los romanistas le hubieran puesto “santificación” al proceso muchos católicos sinceros se hubieran dado cuenta inmediatamente de la patraña. Porque la palabra santificación es de alto calibre en la doctrina bíblica.
La santificación bíblica parte de la aceptación del llamado. Parte de la conversión, recorre el camino del perdón y el arrepentimiento. Viaja por la senda de la justificación por la fe, recorre las murallas de la obediencia. Por eso cuando Pablo, lo mismo que otros autores del NT, dice “santos” a los creyentes, derrumba de un tajo toda la estructura satánica de la beatificación católica y los ascetas de las religiones orientales, entre los cuales no hay casi ninguna diferencia. En ese sentido, aunque tropecemos en el camino, y Dios puede lograr que no lo hagamos, seguiremos siendo sus “santos”, mientras en nosotros esté vivo el llamado de Aquel que nos amó. Dios nos ha escogido santos, no necesitamos que ningún puñetero papa nos lo diga.
Jaime Mejía, M.D.